El paraíso perdido…

La estación del ferrocarril quedaba lejos del centro y uno tenía que recurrir al taxi que, resoplando, nos llevaba con todas nuestras valijas rechonchas de ropa que jamás usaríamos, por supuesto.
No soñábamos entonces con cruceros ostentosos, ni con aviones velocísimos, ni aún con micros aerodinámicos. No, era mejor la aventura: viajaríamos en tren.
En él teníamos una ventaja enorme: éramos dueños de un espacio considerable, se podían estirar las piernas y la ventanilla nos regalaba tajadas inmensas de lomadas y pueblos.
Y por sobre todo, descubríamos la parte de atrás de las casas, ese mundo privado que nos acercaba a las gentes y sus pequeñas cosas.
El guarda hacía sonar su silbato y el tiempo comenzaba a tener otra magia.
La campanilla convocaba a los remisos. Sentados en nuestros asientos, sentíamos que el cuerpo se aprontaba para el zangoloteo encantador y que en ocasiones, nos llevaba a dormitar ligeramente.
El pueblo se iba alejando, poco a poco, dejándonos su silueta
difusa allá al fondo.
Mientras tanto, el campo iba ganando el punto de referencia de nuestra mirada y contábamos animales o mirábamos los colores del lino ofrecidos como bandera oscilante y rumorosa, o los territorios dorados en los que los trigales regalaban oros indescifrables.
Sabíamos cuánto tardaríamos en llegar a la próxima estación.
Tanto ir y venir nos había marcado nuestro tiempo interior. Más largo el viaje hasta Caseros. Para llegar a Herrera, mucho menos. Algo más distante Mantero. Rocamora, casi un
suspiro. Y por fin, allá, al ladito nomás, nuestro Edén, Tala.
Era cuestión de manotear valijas rápido cuando veíamos la silueta, porque la ansiedad nos podía.
El abuelo nos esperaba en el andén y hacía él corríamos, libres y felices.
El se reía, nervioso, y nos tomaba de la mano y salíamos rumbo a la casa.
Recuerdo el Hotel Delfino, frente a la estación, en el que alguna vez vivió mi padre cuando llegó, joven empleado de justicia, al lugar en donde conocería a mi madre, en un baile de Atlético. Y uno no podía menos
que suspirar.
Amigos, recorridas por la Plaza, el paseo para ver los pescaditos de la fuente, alguna que otra vez la visita en bañadera, pelo al viento, al balneario. Pero sobre todo, las visitas a amigos, primos, viejos conocidos. Y alguna que otra inspección a Blanco y Negro, por si había algo moderno que podríamos llegar a soñar, porque no había con qué comprar y con eso ya nos bastaba.
El tren de regreso tenía un aire más tristón.
Se alejaba de nuestros ojos el paraíso infantil y la distancia entre Caseros y Concepción resultaba, la más de las veces, insoportable.
En ese mundo de trenes, cochemotores, Fiat y Ganz, he recorrido la provincia. Primero
a Tala, ida y vuelta. Luego hasta más lejos, hasta Paraná. Con ese traqueteo inolvidable como
fondo, aprendí a deslumbrarme con la curvatura de lomas o los campos pródigos y los pueblos
encantadores.
Todo quedó atrás. Estaciones mudas me recuerdan, cuando paso en auto por la ruta, aquellos tiernos viajes de niñez encantada. Hay silencios que callan historias, taconeos apurados que resuenan sólo en el corazón porque los andenes padecen nostalgias de viajeros.
Cuando paso en mis viajes, miro hacia Guardamonte, allá, no sé bien dónde.
Nunca he ido, quizás lo haga alguna vez. Simplemente para saber en dónde vivió mi madre sus años primeros, en donde crecieron mis tíos, en donde dieron clases mis abuelos, en donde recalaron con sus sueños antes de trasladarse a Tala y a sus lentas costumbres de pueblo tranquilón.
Alguna vez iré, salvo que no podré hacerlo en tren. Y la nostalgia seguro que me embargará, porque me faltará la música que acompañaba mis ansiedades infantiles. Y eso es mucho ya, porque es como sentir que me falta un pedazo de infancia, un trozo de cielo, una porción de sonrisas y una caricia de abuelos que ya no están y que siguen acompañando mis días, inevitable y tiernamente.
Por Laura Erpen